HOLOCAUSTO REAL
El fantasma del rey Leopoldo, Adam Hochschild. Malpaso. 528 pág; 28,50 euros
El rey Leopoldo II de Bélgica mantuvo las vastas tierras que ahora se conocen como la República Democrática del Congo como posesión personal desde 1885 hasta 1908. Cuando fue obligado a entregarlas al parlamento belga, mantuvo los hornos encendidos durante ocho días en su palacio, destruyendo todos sus registros: «Les daré mi Congo» –se le oyó decir– «pero no tienen derecho a saber qué hice allí». Los papeles ocultaban la muerte de diez millones de congoleños, o lo que es lo mismo, la pérdida del 50 por ciento de la población autóctona.
Leopoldo lamentaba ser monarca de un país pequeño que no mostraba deseos de sumarse a la carrera imperialista. Tras años de buscar en los mapas y en las triquiñuelas de la política internacional algún pedazo de espacio con que saciar su codicia, dio con la terra incognita ubicada en el corazón del continente africano. Tuvo la astucia de encubrir sus proyectos bajo un manto de pretextos filantrópicos. Gracias a una brillante campaña propagandística, logró embaucar a medio mundo. El Acta de Berlín (26 de febrero de 1885), presidida por Bismarck dejó en sus manos una zona cuya extensión superaba el millón y medio de kilómetros cuadrados, denominada Estado Libre del Congo, cuyo gobierno y administración corrió por cuenta de Leopoldo con total exclusión del Estado belga. Antes, el monarca había tenido la previsión de contratar a una de las estrellas internacionales del momento, Henry Morton Stanley, quien sentó las bases para el dominio leopoldino. El mentiroso patológico que ha pasado a la Historia por haber encontrado al «perdido» doctor Livingstone -supongo-, persuadió a centenares de jefes de la cuenca del Congo a que firmaran sus tierras y sus derechos al rey de los belgas. La mayoría de los jefes no tenían idea de lo que estaban firmando. Los que rechazaron o no cumplieron sus cuotas fueron brutalmente azotados, torturados o fusilados; otros vieron a sus esposas e hijos tomados como rehenes por los soldados del rey con barba de pala.
Los años de quehaceres de Stanley a su servicio hicieron posible que Leopoldo engullese una porción de territorio equiparable a 66 veces la extensión de su país, cuyas riquezas, principalmente el marfil y el caucho, hicieron de él uno de los grandes magnates de su tiempo. Pero lo que ocurre en medio, lo sintetiza muy bien Vargas Llosa en el prólogo: «Es una gran injusticia histórica que Leopoldo II no figure, con Hitler y Stalin, como uno de los criminales políticos más sanguinarios del siglo XX». El libro muestra una foto que resume el sufrimiento de los nativos durante aquel imperio del terror: Se trata de un congoleño en cuclillas contemplando la mano y el pie, cortados, de su hijita de cinco años.
Dos largas décadas, el Roi des Belges dirigió con mano de hierro los destinos de este enorme territorio como su rancho privado. Sin pisar nunca aquellas tierras se dedicó a saquear sus riquezas naturales -el caucho en particular, entonces una materia prima muy codiciada, pero también el marfil- de manera sistemática. Para lograr sus fines, se sirvió de no pocos Kurtz -que tan bien retratara Conrad en El corazón de las tinieblas– que establecieron un sistema de trabajos forzados y de esclavitud. Castigos físicos llevados al extremo, golpes con razzia -látigo medieval con metal en el extremo-, secuestros, asesinatos masivos, mutilaciones continuas de manos y de pies, destrucción de aldeas y poblados… Los métodos usados por los sicarios de Leopoldo –mercenarios como en las Waffen SS- para obligar a los nativos a trabajar hasta la extenuación o la muerte apuntan a un verdadero holocausto. Hasta tal punto fue así, que en 1920 varios funcionarios dejaron por escrito su alarma por el enorme descenso de población local; temían quedarse sin mano de obra. Mientras el «terror del caucho» se extendía a través de la selva tropical congoleña, Hochschild añade que pueblos enteros fueron exterminados: centenares de cadáveres fueron arrojados en ríos y lagos, mientras que cestas de manos cortadas fueron presentadas rutinariamente a oficiales blancos como evidencia del número de muertos que sumaban.
Entre los héroes, esto es, aquellos hombres que denunciaron el régimen de explotación implementado en el Congo, quienes se llevan la palma son el empleado administrativo -luego periodista- Edmund D. Morel y el cónsul británico de origen irlandés Roger Casement. Pero también destacan personajes como los estadounidenses George W. Williams y William H. Sheppard, misioneros protestantes de raza negra. Todo ello logró el primer gran movimiento humanitario internacional del siglo XX, en pro de la reforma del Congo que contó con el apoyo de Mark Twain, Booker T. Washington o Arthur Conan Doyle.
Finalmente el Rey Leopoldo fue incapaz de acallar las críticas constantes con los métodos de presión y desprestigio de las voces críticas y negoció la cesión del dominio sobre el Estado Libre del Congo a favor del Estado belga. Realizó un negocio estupendo pues consiguió la asunción por parte de Bélgica de la deuda del Estado del Congo de 110 millones de francos, y un pago de 50 millones de francos. Sin la menor duda, el sueño de la ambición produce más monstruos que el de la razón.
SOBRE EL AUTOR: Adam Hochschild (Nueva York, 1942) es escritor, periodista, historiador y profesor universitario. Graduado en Historia y Literatura por la Universidad de Harvard, ha trabajado para el Movimiento Americano por los Derechos Civiles y ha colaborado en medios como The New Yorker, Harper’s Magazine, The New York Review of Books, The New York Times Magazine o The Nation. También ha sido comentarista en la National Public Radio y ha participado en movimientos contra la guerra de Vietnam. Tras publicar varios libros y una colección de ensayos, escribió El fantasma del rey Leopoldo, con el ganó el premio Duff Cooper y fue finalista en el National Book Critics Circle Award. En 2012, su obra fue premiada por la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras.